Una Noche Peregrina en la Tierra del Dólar
Por Alvaro Ramirez
Miró el reloj otra vez: quince para las cuatro. Se incorporó en el asiento apoyándose sobre los codos y echó una mirada alrededor: nada. La Toni no se encontraba por ninguna parte. Intentó en vano esconderse en la penumbra perfumada del coche viejo. Había bajado un poco las ventanas para dejar que circulara el aire, pero sólo entraban vagos murmullos. Era la ciudad que crujía bajo el peso de la oscuridad de la noche. Los rumores se le mezclaban y se confundían con fragmentos de diálogos y recuerdos del día anterior.
Después de todo, el aventón no había valido la pena. Estaba de pleno arrepentido de haberse salido del Hideaway Bar con La Toni: "Mira, pa' que no estés aquí esperando a tu amigo, mejor vente conmigo. Yo te doy un raite aónde quieras, pero primero tengo que hacer un bisnes allá por Hueneme. ¿Qué te parece?” Él aceptó. Entonces ella le dijo que le ayudara a poner los taburetes encima de la barra y las sillas sobre las mesas mientras ella hacía el corte de caja. Para aligerar la salida el muchacho se ofreció para barrer de volada el piso asqueroso de donde salieron montones de bachichas. La Toni casi le pisaba los talones trapeando el piso con Pinesol. El olor del líquido compenetró todo el bar de tal manera que cuando salieron de la cantina a eso de las dos y media de la mañana, fue un placer inhalar el aire de fresa que saturaba esa parte de la ciudad.
Él la había conocido una semana antes, cuando acababan de darle trabajo de cantinera en el Hideaway. "Me llamo Toni,” le dijo, mientras servía chelas a los piscadores que hacían del pequeño bar un oasis todas las tardes después de pasar jornadas de cuerpo doblado en los surcos de apio, fresa y lechuga. No había nada como una chela bien fría para enderezarlos y dejarlos como nuevos para la faena del siguiente día. “Se escribe con i, no con i griega." Luego, La Toni se detuvo por un instante en medio del estruendo del bar: una mezcla de carcajadas, tintineo de botellas y una canción del Los Temerarios. Puso un brazo salpicado de moretones sobre la barra y, cara a cara con el muchacho, añadió amenazante, "y cuidado con que me digas Antonia."
Bueno, ella decía que así se llamaba, pero entre los paisas de Oxnard estaba muy de moda cambiarse de nombre como si fuera ropa mugrosa, para despistar la migra. Sólo Dios sabía si ése era su nombre verdadero.
El muchacho tampoco podía decidir si consideraba a La Toni una mujer guapa. Todo dependía del ánimo de ambos, las cervezas que él había tomado y la hora del día. De lo que el chavo sí estaba seguro era de que La Toni tenía los brazos clásicos de los tecatos; lo pregonaba en voz alta los moretones sobre las venas de sus antebrazos, que hacían un juego perfecto con el retablo de tatuajes diluidos de chola que le adornaban el bíceps derecho y la pequeña cruz tatuada en las coyunturas del dedo índice y pulgar de ambas manos. Además de ser tecata, daba señas claras de que le gustaba polvearse la nariz.
Salieron del Hideaway y se subieron a un Impala viejo, modelo sesenta y seis, que parecía tener más parentela con un barco que con los coches. Al abrir la puerta emanó una mezcla de perfume barato y humo de cigarrillos. "¿Pa’ ónde vas a jalar?" "No sé," dijo él, “si quieres me dejas en Superantojitos. Allí me puedo encontrar a alguien que me aviente pa' mi chante en La Colonia." "Me suena buena la idea, ése,” le dijo La Toni, “yo también le caigo pallá si tú disparas. Primero, deja nomás pasar por el cantón de unos cuates. Tengo que recoger algo, ¿oquey?" "Está bien," contestó el chavo, "pero nomás me quedan un par de dólares."
La Toni se hizo la sorda. Arrancó el coche y salieron del estacionamiento.
El joven pasó la mano sobre la bolsilla de su camisa y sintió el filo del papel doblado, luego deslizó la mano hasta posarla en el muslo: Un pinche billete de veinte dólares, pensó. Sabía que era mejor no decirle nada a la mujer sobre aquel billete que llevaba juntito al corazón. No porque fuera tacaño y no le quisiera disparar la cena, sino porque sabía muy bien que ella se lo pediría prestado para alivianarse el brazo y lo dejaría de prángana. Pinches tecatos, todos eran iguales.
La Toni siguió dando la impresión de no haber escuchado lo del par de dólares. Prendió el radio y buscó KRTH 101, donde estaban tocando “The Wanderer”; no esperó que terminara la canción, cambió de estación varias veces y por fin sintonizó KLOVE: Radio Amor, porque el deejay acababa de poner una rola de Los Bukis. “Déjalo ahí,” le dijo el chavo. “Esa rola está buena.”
La mujer giró a la izquierda en la Calle C y ganaron hacia la playa de Hueneme con el ritmo apacible y lento con que manejan los cholos sus lowriders. La canción de Los Bukis era la perfecta banda sonora; acompañaba bien el viaje en coche a esa hora por la ciudad de Oxnard. Acentuaba la brisa que cada tarde salía del mar con la precisión de un reloj atómico y que cubría la ciudad de un tono plomizo, un velo gris que en las horas más maduras de la noche le daba a Oxnard un toque de desolación, una tristeza de novia abandonada. A esa precisa hora en que los paisasdormían y soñaban que las cajas de fresa, apio y limón que piscaban en los eternos campos verdes, se convertían en casas de tabique rojo en tierras lejanas, en el otro Estados Unidos, el de los mexicanos.
El coche ballena se deslizó entre claroscuros y palmas tristes con troncos que parecían pescuezos de jirafa estirados por una fuerza invisible escondida en la oscuridad de un cielo sin estrellas. El muchacho sintió una franca simpatía con las palmas elásticas que se resistían a ser tragadas por la inmensidad negra que amenazaba sus copas mechudas.
La Toni miró al chavo con el rabillo del ojo y lo notó un poco desolado. “No te agüites, ese.”
Él ya no dijo nada. Estaba seguro de que ella sólo tenía la intención de ir a surtirse de droga, quizás un poco de polvorín colombiano. La idea le cuadraba muy bien a él. Se acordó de que toda la santa noche no había probado nada y de repente le habían entrado unas ganas inmensas de darse un pericazo.
Llegaron a unos apartamentos cerca de la calle Pleasant Valley. La Toni estacionó a duras penas el Impala garrafal en un estrecho estacionamiento reservado para los inquilinos. "Espérame aquí," dijo, "salgo en unos minutos." Dio tres pasos, vaciló un momento y regresó al carro. "¿No trais dinero?" "Ya te dije que nomás traigo un par de varos, Toni. Si trajera lana hubiera llamado un taxi pa' que me llevara a mi chante, ¿no crees?" Hubo varios segundos de silencio. El aire olía a mar y desconfianza.
Ella quiso insistir pero él disimuló: sacó un cigarrillo, lo encendió y echó una bocanada de humo que se esparció por el interior del Impala, luego rebotó en el vidrio del parabrisas haciendo pequeños remolinos. "Chale," la oyó decir medio fastidiada. Después, le siguió los pasos con el oído, sin mirar siquiera en cual de los apartamentos se había metido.
Ahora eran casi las cuatro de la mañana, y ella aún no salía. A él no le agradaba nada estar esperándola en el carro porque la zona no era de mucha confianza. El estacionamiento, alumbrado por una sola lámpara de luz amarillenta, se comunicaba por un lado con la calle y por otro con un callejón oscuro que rozaba toda la espalda del edificio de apartamentos. Más allá del callejón había un campo baldío lleno de matorrales negros y, aun más allá, como si fuera un país lejano e inverosímil, se alzaban las siluetas de edificios grises y chatos de la Pleasant Valley Road. Todo este panorama lo complementaba un aire nefasto que pronto le hizo sentir al muchacho como si fuera un animal puesto allí a guisa de señuelo para atraer alguna bestia nocturna. Para cerciorarse de que no lo fuera a sorprender nadie, se mantenía alerta y volteaba a menudo hacia la calle y luego hacia el callejón.
Al principio se fumó un par de cigarrillos. Después de media hora se percató de su situación precaria y decidió recostarse a lo largo del asiento para que los cholos no lo vieran y le fueran a echar la bronca. Una hora más tarde el joven seguía recostado en las tinieblas del interior del coche. Empezó a inventar varios escenarios que le pudieran estar sucediendo a La Toni. Se la imaginaba en la sala de un vil apartamento: alfombra color beige salpicada de sombras de mugre; un sofa verde y dilapidado; un sillón roído y destripado; dos o tres mesitas colmadas de ceniceros, cigarrillos, jeringas, ligas. Varias caras macilentas. Brazos escuálidos. Todo envuelto en un olor rancio, agrio, igual al olor de la coca. Un verdadero tugurio de tecatos. Pinche vieja, dijo para sí el muchacho, seguro que se está picando con sus cuates; o a lo mejor se echó una sobredosis y ahorita está bien lela la cabrona; o a lo mejor se la están cogiendo todos los tecatos. Pinche vieja tecata, hija de su retebomba madre.
Por fin, se convenció de que La Toni no iba a salir y si él no hacía nada, se amanecería en el coche. Pero sabía muy bien que no podía irse a pie desde allí hasta La Colonia. Serán como tres millas, calculó el chavo, quizás más. Sería mejor buscar un teléfono público. Chingao, se dijo en seguida, necesito un par de daimes o una cora para hacer la llamada. Se hurgó todas las bolsas de los pantalones y la camisa, luego volvió a registrarlas, pero el resultado era siempre el mismo: no traía más que aquel billete de veinte dólares, el cual en ese momento le parecía la cosa más inútil del mundo. Después, también buscó por todo el coche y no encontró más que algunas baratijas de La Toni entre bachichasy cerillos. Fue entonces cuando se convenció de que no tenía cambio. Era necesario encontrar un lugar en donde cambiar el billete de veinte dólares para llamar un taxi.
Empezó a trazar un mapa mental de toda aquella zona para ubicar un lugar donde hubiera una caseta de teléfono. Decidió que el sitio más cercano estaba en la Calle Saviers, una tiendita tipo Seven Eleven. Una media milla, se dijo, allí puedo comprar algo para que me den cambio. Pero era una media milla de puro peligro: toda esa zona estaba infestada de cholillos. Por eso estuvo un rato dándole vueltas al asunto porque sabía que si los cholos lo cachaban no se la iban a perdonar: "¿Qué onda, ése? ¿Pa ónde la tiras, joms? ¿Trais cigarrillos, ése? ¿Qué más trais, ése?" La escena se realizaría con el reglamentario surtido de putazos; y mañana, a explicar con mentiras el labio roto y el ojo hinchado: eran retemuchos, güey, pero bierasvisto como desconté a tres pinches cholillos: a uno le saqué el mole, a otro lo dejé chimuelo y al tercero lo desgüevé de una patada.
Miró el reloj otra vez. Eran las cuatro y media. En un par de horas más empezaría a amanecer, y él ahí nomás de monigote en un coche inútil. Si por lo menos la pinche Toni le hubiera dejado las llaves. Al rato la gente va a salir a jalar al fil, pensó el chavo, y me van a ver aquí y van a creer que soy uno de esos paisas que viven en sus carros. Puta madre. Era todo lo que me faltaba. Pinche vieja puta. Y yo también, como soy tan pendejo. Para que diablos me vine con ella. Mejor me hubiera esperado a que llegara mi raite en la cantina. Pero ese güey también siempre la caga. Seguro que ni pasó por el pinche bar.
El enojo se le fue multiplicando, y pronto no pensaba en otra cosa más que en mentarle la madre a La Toni: hija de su puta madre, hija de su puta madre, hija de su puta madre, repetía con la monotonía de un disco rayado en la oscuridad perfumada del carro. Poseído de un coraje descomunal mandó todo a la chingada: me valen madre los cholos, dijo para sí. Mejor una paliza que quedarme en este puto coche otro minuto más.
Recorrió con la vista el estacionamiento para asegurarse de que no estuviera nadie; no había ningún rastro humano. Salió del coche y a toda prisa se fue rumbo a la Saviers. Más fácil y seguro, pensó, atravesar lo más rápido posible por los matorrales del campo baldío hasta la Pleasant Valley. Corrió a través de aquel lugar desamparado tratando de evadir arbustos que le chicoteaban las piernas. Se cuidaba de no tropezar con los cacharros y trastos viejos que aparecían medio escondidos por todos lados. Como si anduviera cruzando por los cerros de Tijuana, se dijo. Recordó otros detalles de esa travesía y dijo a la oscuridad: “Esta chingadera no es nada.”
Salió del baldío, cruzó la Pleasant Valley y subió por la Calle C, luego dio vuelta en una calle menos transitada, corriendo y aprovechando siempre el lado más oscuro. Despistaba a la poca gente que transitaba en coche a esa hora, fingiendo entrar a la casa más cercana cada vez que pasaba un automóvil. Pero sólo entraba al patio frontero o al driveway. En cuanto se retiraba el peligro, reanudaba su carrera sigilosa, evadiendo el maldito alumbrado que, a todas luces, estaba en su contra.
Dio la casualidad que uno de los coches frenó de repente. Ya me chingaron, dijo quedito a nadie en particular. Se zambulló de volada entre unos rosales repletos de rosas sin reparar siquiera en la fragancia exagerada que exhalaban las flores. Un silencio raro, aromado, envolvió el entorno del joven escondido. Los rumores nocturnos cesaron de tal modo que lo único que escuchaba era el latido nítido de su corazón. Aguantó las ramas espinosas que le arañaban la frente y los brazos con el mismo estoicismo que esperaba la tanda de golpes. Pero la violencia chola no llegó. El coche sólo había disminuido la velocidad para no atropellar un gato callejero y luego había seguido su camino. Cuando el muchacho se desenmaraño con cuidado de las ramas del rosal; le sorprendió que hubiera aguantado el suplicio, que su cuerpo estuviera preparado para padecer esas tribulaciones: una mezcla rara de dolor y placer.
Continuó su carrera por aquella noche larga.
Empezó a sentir un leve dolor en el costado derecho. El dolor se agudizó y pronto sintió que le estaban arrancando una costilla, pero el temor a los cholos le daba fuerzas: Este dolorcito no es nada comparado a la pamba que me pueden dar los cholillos, se dijo para animarse. Siguió su carrera y diez minutos después de bajar del Impala de la Toni, el chavo se topó con la Calle Saviers. La tiendita estaba a una cuadra. Disminuyó el trote y cruzó la calle, tan sereno como si estuviera en pleno día y no al filo de la madrugada. Quería disimular que iba sin aliento, mas su forma de andar lo contradecía. La carrera lo había dejado ajetreado más de lo que quisiera. Sintió un ataque de náusea y creía que en cualquier momento desembucharía lo poco que llevaba en el estómago. Lo único que lo consolaba era la luz abundante de la calle porque ahora no lo ponía en peligro, al contrario, ahora las luces de la ciudad se habían convertido en su salvación. Por eso, le importaba poco que, además de la náusea, una punzada le seguía agobiando el costado derecho y lo hacía ladear el cuerpo un poco. Sus pulmones eran dos sacos de arena y un badajo loco le machacaba las sienes mientras el corazón le boxeaba en el pecho.
Así que cuando llegó a aquella tiendita bañada de luz, sintió un gran alivio porque se creía a salvo de todo peligro. Era como si hubiera salido de un páramo salvaje y ahora estuviera en un lugar donde nada ni nadie le pudiera hacer daño. Ya la hice, dijo para sí, felicitándose por la hazaña que acababa de realizar. Cuando lo cuente nadie me la van a creer: De veras, güey. Yo sé que esa zona es una de las más cabronas, pero yo soy chingón, ése. Mira, no te miento, lo único que saqué fueron nomás unos rasguños en la frente cuando me caí en un pinche rosal.
Me detuve enfrente de la tiendita por unos segundos para tranquilizarme. Eché una mirada alrededor y noté que aparte de una parvada de comejenes que se daban de topes en un foco de luz en el techo, afuera el lugar estaba completamente solo. Las ganas de basquearse me habían pasado. Abrí la puerta y entré a la tiendita. I saw him hesitate outside the store, looking around nervously. El olor de la mercancía me hizo el efecto de un vuelve a la vida después de una borrachera. Me sentía feliz. When he came in, I was standing behind the counter. He didn't even notice me. He went straight for the cooler. Me fui derechito a las hieleras que estaban en el fondo de la tiendita. He stood there for a long time. ¿Cerveza? Nada. No venden hasta las seis y media. Seemed like he wasn't going to buy anything. He just stood there. ¿Un jugo de mango? ¿Un jugo de papaya? So, I was beginning to wonder, you know? I mean, I didn't understand why this guy was taking so long back there. ¿Un jugo de naranja? ¿Gatorade? ¿Un refresco? Bueno, un pinche refresco. Then, he finally comes over to the counter with a can of Coke. Puse el refresco en el mostrador y pedí unos cigarrillos Marlboro rojos.So he puts the can on the counter and asks for a pack of cigarettes. Alcé la vista y miré al dependiente. I give him Marlboros because that’s what they usually ask for, you know? Era un muchacho gringo, de los que siempre trabajan en las tienditas. I figured he was Mexican. Alto, flacucho, rubio, cara descolorida y llena de granos. I mean, up close he looked like one of those guys that work in the fields. Quería hablarle en inglés. Kind of dark, medium build, short straight hair. His English wasn't very good. Pero las palabras se me escabullían. What really bugged me was that he would look at me and then turn away. Me dijo algo en inglés. Nervous-like, jittery. ¿Qué? He was sweating and a little agitated, breathing hard. ¿Qué?Then he tries to pay with a twenty-dollar bill and I tell him I don't have change. Me dijo algo así como no chench y me di cuenta que me decía que no tenía cambio. Me lleva la chingada, dije.I don't have change for a twenty. Que no tenía dinero en la caja para cambiar mi billete de veinte dólares.I don't know if he understood me. ¿Cómo que este cabrón no tiene cambio?But he looked kinda mad. Le clave una mirada filosa y el gringuillo cambió de color y dio un paso hacia atrás. I felt my face flush. Yo buscaba como hacerle para que me diera cambio. We just stood there in silence for a few seconds. Porque de ninguna manera me iba a salir de allí sin monedas para llamar un pinche taxi.My heart is now telling me something is wrong. I mean, what was I supposed to think? Mira, le dije en mi inglés mocho, yo quiero comprar algo para cambiar este billete y llamar un taxi.There was a sign right on the counter: Less than $20.00 available in the cash register after 10:00 PM. Está bien, yo entiendo que no puedes recibir un billete de veinte dólares. But the guy kept going on in his broken English. Está bien. Pero mira. No me podrías hacer un favor y llamar un taxi. I half understood that he needed a taxi. Col taxi, col taxi, le decía.Then, he wanted me to call a taxi. Y sale con que las reglas no lo permiten. ¡Puta madre!I told him, we weren’t allowed to make such calls, you know? Yo seguí con mi inglés mocho. Caman, le decía, plis. I thought he was just stalling for time. Ya ni para que hacerle la lucha, pensé.Then, he just stood there again, looking nervous. Porque el gringuito nomás decía, Ai quent, Ai quent, y meneaba la cabeza de lado a lado.I began to shake my head over and over because I wasn’t going to call or give him change. Oquey, oquey. Está bien. ¡Vete mucho a la chingada! He mumbled something in Spanish and then he didn't say anything else. Devolví el refresco a la vitrina y él recogió los cigarrillos.With a disgusted look, he returned the soft drink to the cooler;
I put the cigarettes back on the shelf. En vez de salirme de la tienda decidí mirar revistas un rato.Era obvio que no iba comprar ninguna. I thought he was going to leave. Sólo quería hacerme menso mientras llegaba algún cliente. But he didn't. Que me pudiera cambiar el de a veinte por dos de a diez.Now he decides to stand by the magazine rack and acts like he's reading, you know? También porque me sentía mucho más tranquilo dentro que afuera.Well, the boss is always bitching because we let people loiter. Además, no molestaba a nadie, ¿verdad? Besides, at that time you don't want anyone loitering around, know what I mean? Shit, it's like four thirty in the morning. Pero casi enseguida el güey gringo me llamó la atención. You have to leave, man. You can't stay in here if you're not buying anything. Que me tenía que salir de la tienda porque no se permitía que estuviera dentro si no compraba nada.Now, he gets this really nasty look on his face. ¡Qué chingue su madre este gringo puto! I started thinking about my safety. Ahora sí me dieron ganas de meterme atrás del mostrador y darle unos putazos al cabrón güero.I mean, he looked so mad, I thought he was going to attack me. Pero yo no la quería regar.So that's when the idea first crossed my mind, you know? Así que me aguanté y me salí tan lleno de rabia que hasta al mismo diablo le hubiera dado miedo acercárseme.I thought: if this guy doesn't leave the premises, I have to do something. That's why I did it. I had no other choice.
Afuera la noche empezaba a oler a madrugada. El muchacho se infló los pulmones varias veces con un aire fresco que acababa de cruzar el mar. Le causó un efecto tónico y reconfortante. La ira se le diluía un tanto con cada respiro de aquel aire peregrino que, como él, viajaba por una noche rara, una noche sin fin.
Por instinto miró alrededor: el estacionamiento estaba vacío. Ni en los espacios que le correspondían a los otros negocios había un solo coche. Del otro lado de la ciudad llegaba el leve rumor del frigüey y de vez en cuando pasaba un carro anónimo por la Calle Saviers. Por un instante, meditó sobre la posibilidad de seguir su camino a pie: no, no seas pendejo, se dijo. De ninguna manera te puedes ir caminando hasta el cantón; si son todavía como dos millas de camino. No le quedaba otra más que esperar a que cayera por ahí alguien que le pudiera cambiar el billete. Además, bajo el alumbrado del lugar que lucía a todo volumen, se sentía a salvo.
Se mantuvo parado justo enfrente de la tiendita. De cuando en cuando volteaba y miraba al dependiente a través del ventanal luminoso que los separaba: pinche idiota, decía el muchacho mexicano en voz baja. El otro, el gringo, fingía no verlo. Andaba de aquí para allá y de allá para acá haciendo sus quehaceres, pero se le notaba un poco distraído. Una vez más, el de fuera volvió la vista hacia dentro, pero en esta ocasión vio que el otro, el que estaba dentro, hablaba por teléfono. El mexicano se hizo la ilusión de que el gringo estaba llamando un taxi. Sin embargo, un presentimiento le llegó hasta el tuétano en el momento en que el empleado colgó el teléfono, porque el gringo le lanzó una mirada furtiva y sospechosa, como si el mexicano lo hubiera cachado con las manos en la masa.
No pasó ni un minuto cuando se escuchó el zumbido lejano de un coche que venía a toda máquina. El rumor del motor fue creciendo y justo antes de que apareciera el carro, el muchacho vio las luces intermitentes haciendo un baile rojiazul en las paredes de los edificios. El automóvil entró al estacionamiento casi sin frenar por la primera entrada que encontró. Antes de que el joven pudiera reaccionar, la policía ya lo había acorralado. Estacionaron el coche patrulla justo enfrente de él. Las luces altas y los reflectores que habían puesto a propósito sobre él, arrojaron un resplandor que lo dejó casi ciego; de tal modo que cuando las dos puertas de la patrulla se abrieron, a duras penas podía percibir un bulto vago y negro detrás de cada una.
De la luz deslumbrante surgieron los gritos bilingües, en estéreo: TURN AROUND. VOLTEATE. Se dio la vuelta con calma hacia el ventanal de la tiendita. PUT YOUR HANDS UP. ALZA LOS MANOS. Elevó los brazos a la altura de su cabeza. GET ON YOUR KNEES. HINCATE EN RODILLAS. Se hincó con los brazos en cruz como si estuviera haciendo una penitencia o pagando una manda. LAY DOWN ON YOUR STOMACH. ACUESTA EN TU ESTOMAGO. Se acostó boca abajo, como Cristo al revés. DON’T MOVE. TE DIGO NO TE MUEVAS. Se quedó quietecito, sin hacer caso a las piedritas que se le incrustaban en la mejilla o el fuerte olor a orines que surgía de la banqueta. Sintió que unas manos demasiado suaves, más de mujer que de hombre, le cacheaban los costados y las piernas de arriba abajo.
“Levántate,” le dijo el policía ya con un tono menos apremiante. El muchacho hacía todo lo que le decían sin titubear. Ya conocía la rutina. Se puso de pie con las ventanas de la tiendita a sus espaldas. Dijo para sí--Sereno, ese. Sereno, que ya pasó lo peor. No te muevas. No hagas ningún movimiento. No has hecho nada, hombre. Aquí no va a pasar nada--se dijo para tratar de ahuyentar el miedo.
En este momento apareció otra patrulla, la cual entró haciendo la misma maniobra que la primera y se estacionó en diagonal apuntando sus luces hacia el joven mexicano. Era un coche patrulla K-9, en el que venía un policía con un perro pastor alemán, una replica perfecta de Rintintín. El chota se bajó del carro y dejó a Rintintín con tamaña lenguota de pechera, babeando el asiento trasero mientras clavaba sus ojos negros en el joven mexicano. " What you got here?" Preguntó el recién llegado. “We’re looking into it," le contestó el que acababa de cachear al joven.
El muchacho observó que el policía que lo había esculcado tenía pinta de chicano y hablaba español pocho. Su compañero, que flanqueaba la escena con la mano en la pistola todo el tiempo, era gabacho. El que acababa de llegar era una fotocopia del gabacho; y su colega Rintintín, el perro policía, tenía que ser gringo también. Todos son de la misma raza, dijo para sí.
"¿Trais un aidí?" "Sí." "Dámela aquí." El joven volteó y miró al policía que cubría el flanco con su mano sobre la pistola, listo en caso de que el mexicano hiciera cualquier movimiento que consideraran peligroso contra ellos. “Voy a sacar mi cartera,” dijo. Despacio sacó una cartera famélica como su dueño. Fue fácil buscar su tarjeta de identificación de California en una de las bolsitas solitarias. Se la entregó al policía chicano. Este miró la foto, miró al muchacho, miró la foto, luego al muchacho otra vez. "Ahorita te lo doy patrás." El policía se retiró y se metió a la patrulla. El joven se quedó musitando para si mismo: Dale gas, ése. Vas a ver que no tengo ningún delito pendiente: ni orden de arresto, ni tíquete. Nada, güey.
Mientras el policía chicano investigaba el récord del mexicano en la computadora de la patrulla, los otros dos chotas se la pasaron cuchicheando entre ellos. Un par de veces sintió el joven que lo miraron como midiéndolo con la vista y luego volvieron a su cuchicheo. De las dos patrullas salían voces entrecortadas y chisporroteadas que no tenían ningún sentido para el mexicano. Sólo el policía canino no se inmutaba, no perdía de vista al muchacho que seguía parado, quietecito, petrificado, como si el animal lo hubiera encantado.
El policía chicano regresó después de unos minutos. "There’s nothing on him." "Nothing?" "He’s clean," les aseguró. Los policías gringos se miraron un poco sorprendidos, pero también decepcionados, especialmente el amigo de Rintintín.
Por la reacción de los oficiales, el muchacho entendió muy bien que no habían hallado nada en su contra. Sintió un gran regocijo interno sin dar seña alguna de ello. Su rostro era piedra esculpida que emanaba una magnífica dignidad. Pinches chotas, dijo para sus adentros. Estaban preparando su fiestita, cabrones, pero se les canceló el mitote. Por segunda vez se sintió como si hubiera salido ileso de una gran batalla. Casi ni la podía creer. Otra vez se había salvado: primero, se les había escapado a los cholos y ahora se había librado de los otros pandilleros, los policías.
El chicano le devolvió la tarjeta de identificación. "¿Sabes por qué venimos?" "No." "Este muchacho aquí dice que tú miras sospechoso. Él pensaba que tú quieres robar la tienda." "¡Me lleva la chingada!" El mexicano medio sonrió meneando la cabeza para enfatizar su incredulidad. "Así que él piensa que yo lo quiero asaltar." "Sí." "Para qué diablos lo voy a asaltar si yo tengo más dinero que él," dijo el muchacho con un tono sarcástico. Luego explicó: "Mira, yo vine aquí hace como unos quince minutos porque quería comprar algo para cambiar un billete de a veinte que traigo para llamar un taxi. Esa es la neta. El cuate éste me dijo que no tenía cambio en la caja y después me echó de la tienda dizque por las reglas o qué sé yo. Luego llegaron ustedes." "¿Dónde vives?" "En la Colonia." "Enséñame el dinero." "Oquey. ¿Puedo meter la mano en mi bolsa?" El chicano asintió con la cabeza. Sacó el maldito billete y se lo demostró al chota. "Espera aquí."
El policía entró a la tienda y habló un rato con el dependiente. El muchacho creía que el chicano estaba regañando al gringo, que le estaba reprochando por ser un pendejo y un tarugo, y exigiéndole que saliera a pedirle disculpas. Pero se desilusionó al mirar que los dos sonreían mientras charlaban como si fueran viejos amigos. Estos güeyes ya me están botaneando, pensó. Pinche bola de gringos cabrones. Cuando terminó la plática con el dependiente, el policía chicano se fue a hablar con sus dos colegas. Después de unos minutos regresó. "Nosotros llamamos un taxi por ti. Viene en unos minutos." "Está bien," le dijo el joven.
Los chotas se subieron a sus patrullas y sin más ni menos lo dejaron de nuevo parado ahí, solo en el estacionamiento.
En lo que demoró en llegar el taxi, el muchacho se entretuvo intentando de atraer la atención del dependiente a través de la infranqueable pared de cristal. Quería decirle, aunque fuera a señas: Mírame, yo estoy aquí, yo sigo aquí, mal que te guste, cabrón. Pero el gringo hacía todo lo posible por no mirar hacia fuera. Se pasó todo el rato acomodando botellas y cajas, fingiendo que el otro ni siquiera existía.
Todo este desmadre por un pinche billete de veinte dólares, pensó el mexicano. Esto sí que es el colmo. Para este pinche gringo vale más un maldito papel que mi vida. Soy una mierda. Un don nadie para esta gente. Le llegaron inmensas ganas de echarle al gringo un rosario de maldiciones, de rayarle la madre y multiplicárselo por mil. No lo hizo. Alzó el rostro como para respirar mejor el aire fresco de la brisa del mar. Una leve sensación de júbilo le surgió por todo el cuerpo. Sonrió satisfecho, con dignidad, y dijo en voz alta: Estoy aquí.
El taxi entró al estacionamiento a paso de tortuga.
"¿Tú eres el que ocupa un taxi?" El joven se acercó a la ventana y preguntó: "¿Traes cambio para un billete de veinte dólares? "Sí," respondió el taxista, "Súbete." El muchacho se acomodó en el asiento trasero y le dijo al taxista que iba a la Colonia.
Salieron del estacionamiento y empezaron a subir por la Calle Saviers. A través de la ventana percibió un conjunto de casas y edificios distorsionados por la luz mustia y el aire triste de las primeras horas de la madrugada. Después de la Avenida Channel Island ningún semáforo los demoró hasta que llegaron a Cinco Puntas. Mientras esperaban la luz verde, el taxista rompió el silencio torpe que suele acompañar los viajes efímeros en taxi. "A la Colonia," musitó como si pensara en voz alta. "Así es," le dijo el joven. "¿Más o menos cuánto me va a costar?" "Como ocho dólares."
El taxi cruzó Cinco Puntas y empezó a subir por la Oxnard Bulevar. Una retahíla de restaurantes y bares desfilaron catatónicos por ambos lados: Superantojitos y El Salón México a la derecha; El Pollo Norteño, el Tapatío, el Santana's, el Cielito Lindo y el Dorado a la izquierda.
El taxista miró al joven en el espejo retrovisor: "Déjame decirte qué te pasó a ti." "A ver, dime."
"Esta noche te la pasaste de copas con algunos amigos. Se emborracharon. Iban para la casa. Algún policía los detuvo por cualquier razón. Tu amigo que iba manejando estaba borracho y lo arrestaron. Luego remolcaron el carro y a ti te dejaron a pie en la calle, abandonado." Sus ojos se encontraron en el espejo y el taxista agregó, "Eso le pasa mucho a la gente de la Colonia, ¿sabes? Varias veces por semana hago estos viajes a ese lado de la ciudad a llevar personas que la policía deja a pie."
El muchacho miró en el espejo cómo los ojos del taxista brillaban con la luz de la calle, seguros de poder ver el pasado ajeno o por lo menos el de los mexicanos de La Colonia. Bajó el cristal de la ventana un poco para dejar entrar el sueño, que se anidara en todo su cuerpo. Eso es bueno, pensó. El sueño era su única esperanza: lo sacaría de esa noche larga y sinuosa, ese laberinto sin sentido.
"No, eso no pasó," dijo el muchacho en una voz baja que se confundió con el ronroneo de la máquina del taxi. Volvió los ojos hacia fuera. Contempló como la ciudad se cubría de tonos extraños, unas sombras trasnochadas que se desleían poco a poco en la luz gris de la mañana. Era el momento preciso en que la noche devenía día con una perfección divina, sin revelar las costuras de su conjugación. En el piélago de penumbras que ondulaba por toda la ciudad, el muchacho pensó haber descifrado algo que lo justificaba. Envalentonado, volvió la vista hacia el espejo retrovisor y se encontró con los ojos de vidrio del chofer. "No, eso no pasó" le dijo una vez más al taxista, con el brío de alguien que estaba seguro de sí mismo. "Lo que pasó fue que . . . ." ¿Dónde estaría Toni la Tecata? Miró el reloj otra vez, pero no pudo percibir las manecillas. Ya el tiempo no importaba. Se recargó en el asiento blando del coche, pero esta vez no se escondió, permaneció a la vista de toda la gente que empezaba a transitar a esa hora por la Oxnard Bulevar. Luego cerró los ojos y se perdió en la ambigüedad de la madrugada.
GLOSARIO:
Agüitarse- (slang) To become sad or depressed.
Bachicha- (Mex. slang) Cigarette butt.
Basquear- To throw up, to vomit.
Bieras visto- hubieras visto.
Me están botaneando- (slang) They’re making fun of me.
Chingao- (slang) (chingado) damn, shit, fuck.
Cora- (Spanglish) a quarter.
Daime- (Spanglish) a dime.
Frigüey- (Spanglish) Freeway
No la quería regar- I didn’t want to mess up; I didn’t want to make things worse.
Pamba- (Mex. slang) beating, thrashing
Pericazo- (slang) a sniff or hit of cocaine.
Paisa- (Mex. slang) short for paisano, a person from Mexico.
Polvearse la nariz- to powder one’s nose, as with cocaine.
Prángana- Without a cent; moneyless.
Tecato (a)- Junkie; a person who uses drugs, shoots up dope.
Varos- (slang) pesos, dollars, etc.
Álvaro Ramírez, nativo de Michoacán, hoy radica en los Estados Unidos donde es catedrático de literatura en Saint Mary’s College, Moraga, California. Se especializa en literatura contemporánea de Latinoamérica, Siglo de Oro Español y estudios culturales, cuyo enfoque es la cultura méxico-americana. Director de un programa de estudios en el extranjero para Saint Mary’s con sede en Cuernavaca, Morelos, ha llevado una vida binacional que le ha permitido apreciar de primera mano los efectos de la globalización en México y los cambios culturales que se han dado en Estados Unidos a través de la masiva migración mexicana de los últimos 30 años. Además, ha contribuido a esta revista un ensayo sobre el bilingüismo.
Álvaro Ramírez, a native of Michoacán, México, has a doctorate in Spanish Golden Age and 20th Century Latin American Literature from the University of Southern California. Since 1993, he has taught at Saint Mary’s College of California in the Department of Modern Languages teaching courses in these fields as well as Mexican and Latino Cultural Studies. Alvaro has published other fiction pieces and articles on Don Quixote, Mexican culture and film, and Chicano studies in several academic journals. He is currently working on a book on Mexican culture.