...pero le salió un caballo
Por Pilar Gascón-Rus
A Iria, por regalarme la frase que da título a este cuento
Que yo quisiese de niña ser un caballo me parece lo más natural, he pensado muchas veces de mayor. Y es que yo no prestaba atención a las princesitas bobas de los cuentos que venden para las niñas. En ellos se habla de infantas que no saben quién es su madre, perdidas como estaban en casas de brujas que querían robarles el trono. Otras esperan a que las bese un príncipe para seguir existiendo. Y hasta las hay que no pueden mirar al galán porque sólo él mira sin ser mirado. Pues por eso, porque yo sí supe de siempre quién es mi madre, porque para besar sólo me basta con desearlo y beso a diestro y siniestro, y porque miro de frente siempre y no bajo los ojos al suelo, por todo eso, no quise nunca ser una princesa, sino un caballo.
Como mi madre trabajaba, cuando mamá y papá estaban fuera de casa, a mi hermano Toño y a mí nos cuidaba la abuela Herminia. A nosotras dos nos gustaba leer y ver las fotografías de un libro de caballos que había en el mueble de la tele. Siempre me dijo: “Si yo hubiese podido elegir mi destino, no me hubiera casado con tu abuelo, al menos tan joven como me casaron mis padres. Hubiera cuidado los caballos de la cuadra de Eleuterio, el de la finca de enfrente de tus bisabuelos, sin montarlos, sólo para atenderlos y ver lo preciosos que son”.
Y es que a mi abuela, además de sufrir por los caballos de la cuadra de Eleuterio, lo hacía por “a rapa das bestas”. Ella, tan sensible y tan insumisa a la brutalidad de los hombres, no entendía la barbarie de la celebración, el contraste entre animales tan ágiles e indómitos y fuertes que de haber querido, habrían podido tumbar y pisotear al adversario y protagonista de esta fiesta: la triste fuerza masculina. “¡Claro, así se puede -decía mi abuela-, varios contra una yegua. Y qué bestias, cortarles crines y cola para pretender ser más fuertes que ellos”. La superioridad de los caballos está en que ellos nunca habrían acorralado a ningún hombre para someterlo.
Ni las mujeres tampoco. Mi abuela decía que los caballos mejor domesticados eran los que habían elegido ellos mismos vivir junto a los seres humanos. Y entonces me contaba la historia de Flavia, la única hija de un matrimonio de hidalgos. Liberales ambos, a él lo habían enterrado a sus setenta y ocho años en el cementerio civil, mientras que ella había sufrido una existencia mezclada de tortura y delicia: la tortura de haber nacido mujer, la delicia de la liberación. Nacer mujer, como nacer hombre, es una simple cuestión de combinación de cromosomas que no debe decidir más ocupaciones en la vida que en la mujer la facultad de elegir ser madre o no. En cambio, en el hombre ser pacífico, no usar su fuerza muscular para dominar, no es una elección sino una obligación. Si pensamos en la cantidad de mujeres que no son dueñas de su existencia aun hoy día, un derecho que está en nuestra constitución, entenderás mejor el porqué de la insistencia de mi abuela en hablarme de Flavia y de sí misma. Mi abuela había sido una Flavia en potencia. Al ser pobre, no eligió su futuro, de ahí que le atrajera tanto este personaje de la historia de su ciudad. Al ser también hija única, tuvo el favor del padre. Esto eran algo que aunaba a estas dos mujeres de generaciones tan distantes, pues Flavia había nacido en 1895, y mi abuela en 1952.
Gracias a que Flavia fue hija única, el hidalgo de su padre, don Emilio, dueño de un pazo y de una mentalidad nada religiosa, consiguió juntar en ella las cualidades de un hombre culto de la época en un cuerpo de mujer. Flavia no tuvo un hermano que compitiera con ella, y eso lo supo porque sus amigas no habían tenido la misma suerte y sufrían al ser excluídas de una vida cultural normal. Flavia aprendió a montar primero la yegua y luego el potrillo de don Emilio. Leyó desde muy niña y husmeó en la biblioteca familiar, hasta que tuvo edad para inventarse las historias que los patriarcas pedregosos y venáticos de la literatura no habían conseguido representar de la realidad. Porque, a ver, ¿dónde estaba ella? No por cierto en la heroínas melancólicas, ni en las esposas obedientes ni en las rebeldes castigadas. Ella se reservó su propia narrativa. Y contó su vida y la de otras que conoció.
Y dio vida literaria a las mujeres del pueblo; y creó antecedentes que luego se hicieron auténticas en la existencia de las mujeres de las generaciones que la siguieron, especialmente las que sirvieron de modelo a las republicanas antes de que la guerra civil se adueñara del destino de las españolas. Lo consiguió porque los hombres de letras de la época no la tomaron en serio: la dieron por loca. Yo tuve la suerte de que mi abuela fue una de estas mujeres que habían leído las novelas de Flavia Delicado Resa, la misma que ahora es estudiada y recuperada por el tropel de estudiosas que, ya de profesoras, ya de periodistas, ya desde otras profesiones, rescatan las figuras literarias que los historiadores de la literatura quisieron olvidar, porque ignoraron que los valores que Delicado Resa reclamaba para la liberación de las mujeres nada tenía que ver con las historias de mujeres que escribieron sus contemporáneos. Don Emilio, por su parte, hubo de reconocer para sus adentros que en su logro como padre había fracasado como esposo porque, al fugársele su mujer luego de la segunda paliza, no hizo otra cosa sino pretender que la hija se le pareciera a la madre.
Así que yo crecí rodeada de dos ejemplos de amazonas: una real, y la soñadora de mi abuela. Quizás porque mi abuela fue una caballista en su imaginación no tuvo problema en rejonear las mandonerías de su suegra y de mi abuelo, y no le quedó más remedio que tener su vida de fuera para capear el temporal, y la quimera de sus adentros, cimentada a base de una tenacidad para hacer prevalecer sus sueños. Era ama de casa de día, pero una vez que se acostaba mi abuelo para poder ir al día siguiente a la oficina, mi abuela leía. De dónde sacaba los libros es cosa que nunca sabré con certeza. Lo que es seguro es que no los compraba. Si yo supe de sus lecturas fue porque me las refería una por una, por eso tienes que creerme tú a pies juntillas como yo la creí a ella. Pero esta fue sólo una parte de cómo me hice caballo. El resto la elegí yo.
Nací cinco años después de Toño, mi único hermano. Mi madre fue feliz con la parejita, con la suerte de los cromosomas de mi padre –decía ella- que nos distribuyó en niño y niña, dos equis para Toño, una equis y una y griega para mí. Lo que yo he hecho de estas dos letras disímiles lo sabe bien mi abuela, que me daba la razón en todo mientras mi madre me la quitaba. Claro que yo, como niña, tenía que entender a mi madre, a mi abuela y a mí misma. Esto era lo más fácil. Lo difícil fue conseguir ser el caballo que sigo siendo después de haber toreado con arte y salero principescos las aspiraciones de mi madre.
Todo empezó con los vestidos de nido de abeja y de jaretas para salir a jugar. A mi madre le parecían preciosos, pero yo no podía moverme a mi aire. Y mis aires eran las carreras de los chicos, sus juegos de directa mandonería, mirándome a ratos como si fuese uno de ellos, y otros como a una chica, con toda la arena metida por aquellos calcetines de perlé tan blanquísimos que mi madre me ponía y que yo me encargaba de enarenar. Y escribo bien, sin la hache intercalada, pues enarinar era pasar calcetines y zapatos por la gruesa arena del parque. Por eso mis pies también quedaban enarenados. Al llevar la noche, a la hora del baño, mi madre suspiraba cuando conseguía sacarme el quintal de arena, como ella decía, de mis enrojecidos pies. Y luego, como si se arrepintiera de lamentarse, me cogía cada pie con las dos manos mientras me decía: “Son dos panecillos de manteca y miel. Tienes los pies más bonitos que he visto, hija”.
Ahora los llevo siempre que puedo metidos en sandalias de tiras, algunas incluso atadas al tobillo. La especial belleza de los pies es una idea que me enseñó mi amiga Macarena mientras paseábamos por la avenida del puerto de nuestra ciudad o nos sentábamos donde podíamos a comer pipas, dejando el sitio perdido de cáscaras en una complicidad de a ver quién comía más y más rápido. En la literatura árabe medieval los poetas hablaban de lo mucho que les gustaba verles los pies a las mujeres cuando ellas caminaban descalzas por las alfombras y medio a oscuras. Entonces los hombres escribían poemas para representarlas con los pies descalzos y como un anticipo al encuentro amoroso. Macarena es lectora asidua de temas alusivos a las mujeres y a la reivindicación de sus derechos. Por su insistencia sobre estas cuestiones de igualdad entre hombres y mujeres sé que los pies de los hombres erotizan tanto como los de las mujeres, lo que pasa es que cuando las mujeres lo pensaban no lo escribían en poemas. ¡Como la mayoría eran analfabetas y no sabían escribir, pues no tenemos poemas donde se hable de los pies de los hombres!
Por eso cuando conocía a un chico era lo primero en lo que me fijaba. Si salimos y es verano, le pido que se ponga sandalias. Desde luego, ellos se preocupan por el vestir ahora mucho más que antes, la moda lo demuestra. Y si no, ahí quedan las sandalias de dos tiras anchas que llevan ahora todos. Pues eso, que molan más unos pinreles en condiciones que una cara que presuma de viril. Después de todo, somos nosotras las que nos sometemos a un calzado antianatómico: lo sé bien por dos razones. La primera te la puedes imaginar. No he llevado en mi vida tacones, dictada más por la pasión de mi madre por mis pies que por mis anhelos de caballo. Aparte, este amigo animal mío sería absurdo si se calzara cuñas y se elevara con alzas. El segundo motivo de mi negativa a los tacos es que soy médica. Y a ver, ¿qué sentido tendría cuidar a otras personas y descuidarme a mí misma?
Pues eso, que a las chicas de ahora nos gusta ver a los hombres arreglados. Ya sabemos que las grandes compañías sólo piensan en hacerse ricas. Para las mujeres hay vestidos estrechos, calzado torturador, medias que duran menos que un bizcocho a la puerta de una escuela, pero también las modas nos han dejado usar nuestra imaginación y experimentar con lo que nos ponemos en el cuerpo. Es hacer de los trapos lo que nosotras queramos. Sin embargo, el reparto sigue siendo desigual: por cada tres plantas con artículos para ellas hay una para ellos. Es ya hora de que los hombres protesten y exijan perfumería y cosméticos para sus barbas y otros pelos, además de los complementos, bolsas para llevar colgadas con el dinero y los libros, y muchas otras necesidades que tantas mujeres dicen tener. Los hombres siempre pueden hacer lo que yo: como soy un caballo, me ahorro cantidad en maquillaje y demás artilugios. Voy con la cara lavada y mirando al sol y a los planetas.
Mi constelación favorita es la del centauro, sólo que en lugar de medio hombre yo veo una media mujer, o sea, a mí. Y acaricio la grupa de mi media mitad mientras le digo con las rodillas si tiene que girar a la derecha y ver al sol o a la izquierda y mirar a la luna.
Hay quien piensa que los gallegos somos todos muy blancos de piel, ya sea porque no tenemos mucho sol o porque nos viene de los pueblos que habitaron nuestra tierra. Mentira y gorda. Si mi madre se fijaba en mis hechuras, mi padre no le quitaba ojo a mis colores: negra de pelo, marina de piel. La alazana de los sueños de mi abuela. Cuando le seguía la broma a mi padre, me ponía a relinchar. Porque mi padre estaba con la abuela, con Macarena y conmigo. No se piense por ello que mi madre se rendía a sus fijaciones de quererme hacer linda, femenina, lo que ella llamaba “una mujer”. Mientras mi hermano se negaba a hacer la cama, yo refunfuñaba estirando la mía. Cuando Toño me mandaba por agua, yo meneaba la cabeza de un lado a otro. No, no y no. Lo que no entendía de mi madre era que nos diera un trato distinto a sus dos hijos trabajando ella como trabajaba. Toño no se liberó con mi madre, por comodón y caradura. Tampoco lo ha hecho con su mujer, que cuando llega del trabajo limpia por los dos. Luego acompaña a mi hermano frente al televisor. Son un par de aburridos los dos. Por eso se encontraron.
No supe durante mucho quién gozaría de mis crines y los fulgores fragrantes de mi aliento, porque además de caballo era algo haragana para andar de aquí para allá queriendo conocer a chicos. Recuerdo cuando algunas de mis compas del instituto rondaban a los mozos que les gustaban para luego esquivarlos si ellos respondían. Ni hablar, yo no quiero eso. Lo mío ha de ser como lo de tía Amapola. Supongo que lo que tanto me ha contado de cómo conoció a Juan, su marido, tiene que ser parte de una poetización recíproca, porque si es verdad yo quiero que lo mío sea como lo de ellos. El caso es que nada más conocerse, y ya talluditos, los dos se gustaron y se quisieron, pese a que pasaron año y medio para estar completamente seguros de su intuición. Y eso después de varias declaraciones de amor más o menos al descubierto. Entonces lo mío, cuando sea, que sea. Y si no es con el eterno del sueño, pues con varios, que ya sabré yo quererlos como se me vayan presentando.
Si a algo le estoy agradecida es a mi generación. La de mis padres fue fenomenal, lo sé, con esa Transición que prometía tanto tras una dictadura de la que siempre oí hablar de chica. Era como para temerla y no repetirla, como para no mencionarla ya, si no fuera porque de lo poco que recuerdo de la Historia de COU se me quedó colgando lo que un profesor decía entre bromas temiendo a los carcas de la clase, aquello de que en los dos últimos siglos, España proveyó con su mentalidad militarista y caciquil dictadores, no sólo a España, sino también a los criollos de ultramar. En verdad que hoy día a nadie se le ocurre pensar que habrá un gobierno similar de vuelta, pues que de vuelta andamos todos de semejante tolemía, que es como los gallegos llamamos a la locura. Te cuento todo esto para que te enteres, porque no siempre hemos sido tan prósperos como nos ves, ni nos ha lucido lo que mi tía llama “la política de la inclusión” tal y como ahora parece.
Mi madre, tras cuatro lustros, se convenció finalmente de que las princesas sólo piensan en su estampa, que son aburridas y que por no faltar al protocolo se aburren sin decir nada. En cambio, de potra eterna me hice médica, para corretear por los pasillos mientras relincho de felicidad cuando hago curas y administro medicamentos.
Y de potra me enamoré de otra. De ti, amor mío.
Pilar |
Me llamo Pilar Gascón-Rus, Ph.D., y nací en Palma de Mallorca de padres andaluces. En la Universidad Autónoma de Madrid estudié la lengua española, por eso me gusta estudiar idiomas y leer muchos libros. Llegué a Estados Unidos para trabajar enseñando español, y aquí estoy, en Western New Mexico University como maestra de estudios Chicana/Chicano.